Estamos aburridos de oír que asistimos a un momento de cambio sin igual en la historia. No es que no comparta o quiera contradecir tal afirmación, es que voy más allá: la vida ES cambio. Ésa es la sustancia misma de la vida. Desde el apotegma presocrático πάντα ρεῖ o panta reí, es decir, “todo fluye, todo cambia” al lampedusiano “cambiemos todo para que nada cambie”, llevamos siglos reflexionando y debatiendo sobre la naturaleza y las consecuencias del cambio.

Somos conscientes de que en esta sociedad postmoderna (o quizá ya post-postmoderna) que nos ha tocado vivir, la rapidez con que las cosas pasan nos sobrepasa. Estamos tan obsesionados por no perder el pie, que muchas veces nos dejamos llevar por la improvisación, buscando dar con soluciones mágicas que nos garanticen la supervivencia.

Hay un riesgo muy grande de querer cambiarlo todo, como un mecanismo de defensa ante la situación de volatilidad y desconcierto que se observa en el entorno. Uno de los errores más grandes que podemos cometer es que perdamos de vista una cosa: los cambios hay que hacerlos sobre puntos de apoyo sólidos. Sé que es una obviedad, pero quizá precisamente por eso la pasamos de largo con frecuencia. Como decía San Ignacio de Loyola, “en tiempo de turbación, no hacer mudanza”. Interpretemos su consejo no como una invitación a la inmovilidad, sino como la conveniencia de reposar las decisiones que se han de tomar obligados por circunstancias tan apremiantes como las del entorno económico actual.

Las compañías dedican grandes esfuerzos a identificar el talento entre sus empleados, o en buscarlo fuera para incorporarlo. Una de las características más demandadas en los perfiles profesionales que predicen el éxito es la capacidad de adaptación al cambio. Más aún, ante la vorágine que supone la conjunción de cambio vertiginoso, nuevos hábitos de compra y competencia feroz, las características más buscadas son la capacidad de anticiparse al cambio y la capacidad de promover el cambio mismo.

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La subsistencia en un  mercado como el actual, caracterizado por la exigencia del cambio, pasa por asumir que todo en la empresa (producto, procesos, estructuras, talento… ) ha de poder ser redefinido o adaptado en tiempo real. Esto requiere grandes dosis de flexibilidad y de innovación.

Las marcas no escapan a esta reflexión. Semánticamente, “marca” nos sugiere permanencia, indelebilidad. Las marcas tienen vocación de pervivencia, son un anclaje. Pero la adaptación de las marcas es imprescindible: como en la naturaleza las especies, las marcas evolucionan -se adaptan- para sobrevivir. Podría decirse que es la aplicación al marketing del concepto biológico de homeostasis: los cuerpos vivos se autorregulan con el fin de mantener una cierta constancia en sus características que les permita sobrevivir.

Volviendo al mundo de las empresas, sólo las que inicien el proceso de adaptación de sus marcas desde puntos de apoyo sólidos, sin saltos en el vacío no medidos ni meditados, conseguirán sobrevivir. 

La creatividad imprescindible para abordar un cambio de estas características ha de materializarse -necesariamente- como resultado de un proceso de análisis y valoración profundo. Este proceso requiere competencias y actitudes muy determinadas. Hay que saber conocer el “tempo” del mercado. Hay que proponer cosas nuevas partiendo de las viejas esencias. Muchas veces, el primer paso para empezar un camino de cambio es un ejercicio de introspección: conocerse uno mismo, en su historia y en su presente, es construir la mejor base desde la que lanzarse al futuro. La flexibilidad y la innovación han de aplicarse sobre realidades existentes, que hay que conocer y valorar bien.

Flexibilidad+Innovación= Futuro

La flexibilidad más la innovación constituyen el futuro, y cada compañía debería poder conducir el suyo. Yo daría un paso más: estimularía a que cada quien llegara a ser capaz de construir su propio futuro. Quizá sólo así seamos capaces de garantizar la pervivencia.

Ignacio Muñoz

Socio Consultor en Branward®

Fotos: Shutterstock

 

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