Antes de nada, una puntualización: cuando hablo de “personalización” no me refiero a lo que en una terrible españolización del concepto anglosajón se denomina “customización”, esto es, la adaptación del producto o servicio a las características y necesidades del cliente. En este caso, no hablo del producto o del servicio, sino de la empresa en sí.
Hablar de estas cosas produce un poco de rubor, porque no vamos a descubrir a estas alturas que las empresas son agrupaciones humanas; ni que el principal activo de las compañías es su personal… Me refiero al proceso de “humanización” que hemos podido comprobar en las empresas. Lo que intento transmitir con esta breve reflexión es que en este momento -económico y social; del mercado, en definitiva- percibimos con claridad que las empresas han evolucionado en sus modelos de gestión hacia la consideración de determinados factores humanos -“personales”- como parte determinante y diferenciadora de su propia esencia. Y esto es aplicable -creo yo- en todas las facetas del prisma de una compañía: la gestión, en todos los campos; y por tanto, también en el de la marca.
Por simplificar y pintar las cosas con trazos gruesos, me atrevería a decir que hace muchos años las materias primas de las herramientas de gestión en las empresas eran puramente aritméticas, las que servían para la fijación del precio y el control financiero. Margen y rentabilidad. No quiero decir que eso ya no sea aplicable, porque sería como abdicar de la esencia misma de una empresa, en su sentido más literal. Lo que trato de transmitir es que la sofisticación de la gestión empresarial a lo largo del tiempo se ha producido, precisamente, por la incorporación de estos nuevos factores “personales”.
Proceso de personalización de las funciones empresariales
En la dirección del equipo humano es fácil ver la evolución con tan sólo analizar cómo ha ido cambiando la denominación de la función: administración de personal, jefatura de personal, dirección de recursos humanos, dirección de personas, gestión del talento, gestión de la inteligencia.
Pensemos, también, en la función de la informatización de la empresa. De los “departamentos de proceso de datos” se pasó a los “departamentos de informática”. Básicamente, trataban o procesaban datos que servían a la gestión financiera; más adelante, proporcionaban información relevante para la gestión comercial. De ahí, se pasó a las “áreas de tratamiento de la información”, lo que significó un paso más en la concepción de la información como conformadora de la gestión de la empresa en su conjunto. Y hoy en día podría decirse que la informática y la tecnología (las “áreas de Infotech”) son en gran medida las que definen el producto o el servicio, a base de analizar, interpretar y destilar ingentes cantidades de inputs, tanto fácticos como predictivos, muchos de los cuales tienen que ver con el comportamiento humano. Se ha pasado de la información a la inteligencia.
En la gestión de los intangibles, pasa otro tanto. Hemos visto cómo de la consideración de la empresa como un simple elemento productor y distribuidor, se ha pasado a la visión de la empresa como un ente social, en tanto que integrado en la sociedad en la que opera, y a la que aporta algo más que sus bienes o servicios. Así, hemos asistido a la incorporación de conceptos como “misión, visión y valores”, o “responsabilidad social corporativa”.
Proceso de personalización de las marcas
Y en cuanto a la concepción, el desarrollo, la materialización y la distribución del producto o servicio de que se trate, otro tanto de lo mismo. Vamos a simplificar y considerar la marca como el emblema o estandarte del producto o servicio de una compañía. Veremos entonces que se ha evolucionado desde la caracterización de la marca por sólo sus elementos más evidentes (prestaciones y precio) a la necesidad de situar a la propia empresa y su marca en un contexto: su “territorio de marca”. Esto hace que marca y producto interactúen ya con el consumidor (real o potencial). Ahora es imprescindible incluir valoraciones y consideraciones humanas, más allá del simple análisis de la aceptación del producto o de su deseo de compra. Estamos hablando de la necesidad de dotar a la marca de una personalidad propia.
Esto permite adecuar el producto a una realidad como la actual, de mercado de oferta, en la que el consumidor ha ganado un protagonismo estelar. Ahora ya no son las marcas las que se venden; ni siquiera se trata de que los consumidores compren. Lo que sucede en este momento es que el consumidor incorpora una marca a su propio espacio, porque se ha establecido una sintonía entre ambos, una relación “personal”. Por esta razón, las marcas, más que nunca, partiendo de su posicionamiento, tienen que ser capaces de identificar el territorio en el que quieren encontrarse con el cliente; y, a partir de ahí, generar para él contenidos asociados a la marca que vayan más allá de la prestación o el precio.
Por seguir con el juego de considerar las marcas como entidades “personales”, podríamos establecer que del mismo modo que sabemos que tienen una consistencia real (lo que son), podemos asegurar que tienen una apariencia (lo que parecen). Pero, con el curso del tiempo, ahora estamos seguros de lo verdaderamente importante de las marcas es su “adn” (esencia de marca), su estructura vital más profunda y permanente. Por eso, el desafío para las marcas hoy es ser capaces de incorporar a ese núcleo esencial aquellas características personales capaces de establecer relaciones leales con otras personas: los consumidores, reales o potenciales. Y para eso tienen que mostrarse ante el mundo, además de con un propósito, como diferenciales, innovadoras, flexibles, y auténticas. Es decir, con los rasgos de personalidad que te gusta encontrar en la relación con un amigo.
En definitiva, se trata de que las marcas han de continuar -o comenzar, si no lo han hecho ya- su camino hacia la personalización.
Ignacio Muñoz
Socio Consultor en Branward®
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