Marca y producto

Quizás esté muy extendida la percepción de que “marca” y “producto” son una misma cosa, que se confunden en la mente de los usuarios y consumidores. Pero yo no comparto esa percepción y me gustaría dedicar unas líneas a justificarlo.

Las empresas son organismos sociales vivos, que nacen, crecen y mueren. O, por lo menos, pueden crecer más o menos, desarrollarse de una u otra forma; y pueden llegar a desaparecer por los más variados motivos. Tomemos como punto de partida el triste caso de una empresa que decide cerrar, liquidando; o eliminar una línea de negocio. Claramente, la decisión suele estar justificada por la no obtención de los niveles de rentabilidad necesarios para la supervivencia, para el mantenimiento en marcha de la maquinaria empresarial. Y, casi siempre, eso se debe a que el producto o servicio que se fabrica o se comercializa, o el servicio que se presta ya no se venden. El público ha decidido no comprarlo o contratarlo más. Y el cliente es soberano.

Pero cuando se analizan estas circunstancias dentro de la empresa, las variables que se utilizan para tomar decisiones de este tipo son siempre y tan sólo económico-financieras: costes, inversiones, márgenes, rentabilidad. Casi nunca aparece en la discusión o es tomada en consideración la marca como una variable independiente. Como el producto y la marca son la misma cosa –se piensa–, si muere uno, muere la otra. Y la decisión a la que llegan los responsables económico-financieros de las empresas en estos casos es enterrar ambos cadáveres juntos; porque ellos –como buena parte de los usuarios y consumidores– creen que marca y producto no son realidades diferentes.

El caso es que podemos demostrar que no es así. Y me propongo hacerlo por dos vías diferentes. La primera, empírica. La segunda, intuitiva.

Ejemplos

En cuanto a la primera, según nuestra encuesta sobre salud de marca Brand Health Quick Test, por la que queríamos averiguar, entre otras cosas, qué piensan los responsables de las empresas que pasaría si sus respectivas marcas desaparecieran, casi un 68 por ciento cree que los clientes pedirían el regreso de la marca desaparecida.

¿No es significativo? ¿No puede suponer eso que quizá producto y marca no sean lo mismo? Porque si un producto deja de venderse, pero el mercado sigue apoyando la marca…

Por lo que respecta a la segunda vía, la intuitiva, quiero referirme a tres acontecimientos que han sucedido en los últimos dos meses. Los tres, casualmente, en el sector de la hostelería y la restauración; y los tres, también, en Madrid.

El caso Nebraska

El primero de ellos, el de la cadena de cafeterías Nebraska. Después de sesenta años de actividad, han echado el cierre. La cadena, referencia en los años sesenta y setenta de la modernidad en lo que a oferta hostelera se refiere, ya no era rentable. Las siete últimas cafeterías de la cadena fueron clausuradas. Pero resulta que han sucedido dos cosas muy curiosas: una, que en la subasta que se celebró para liquidar los enseres de la explotación pujaron particulares para quedarse con algunos objetos… Y la segunda, que unos cuantos exempleados de la cadena, en la calle tras la resolución de sus contratos de trabajo, han decidido emprender la aventura de abrir en uno de los antiguos locales una nueva cafetería que se va a llamar… Nebraska. Aquellos –los antiguos clientes que pujaron–, porque sentían un apego emocional a una marca que les acompañó durante unos cuantos años de sus vidas. Estos –los extrabajadores–, porque están convencidos de que la marca es un activo importante que aún tiene desarrollo.

El caso Embassy

El segundo caso es el del restaurante Embassy de la calle Ayala. Abierto en 1931, se convirtió en el santo y seña del buen tono madrileño. Un salón de té a la inglesa, en el que la oferta y el ambiente eran distintos a lo que hasta entonces había en los cafés madrileños. Pero –y son declaraciones de la propia empresa– las circunstancias se habían puesto muy difíciles: los costes de explotación, sobre todo el alquiler del local, hacían inviable el negocio. Está claro que la decisión no fue liquidar la empresa, porque Embassy mantiene otros establecimientos, además de una línea de negocio paralela (el cátering), sino tan sólo ese local, que, además, era el buque insignia de la compañía. Y resulta que también en este caso sucedió algo muy curioso: se produjo un movimiento espontáneo en las redes sociales y en los medios de comunicación en defensa del establecimiento. Se alzaron voces –y no pocas, y entre las que me encuentro– que reclamaban que no cerrara. Hubo referencias hasta a un cierto sentimiento de orfandad ante la pérdida.

El caso Café Comercial

El último caso es el del Café Comercial de la Glorieta de Bilbao. Nada menos que ciento treinta años atendiendo a su público, cobijando tertulias de la más diversa índole. La falta de rentabilidad se lo llevó por delante. Era imposible mantener el negocio abierto en esas condiciones. Consecuencia: hace dos años cerró sus puertas al público. ¿Y qué sucedió? Que hubo un clamor popular reclamando su subsistencia, porque el Café Comercial se había convertido en una referencia ineludible en el mundo cultural de la ciudad (si no en el nacional). Era algo icónico, emblemático (como se dice ahora). El caso es que este mismo mes de marzo se ha reabierto.

Los tres casos obedecen a un mismo motivo: la falta de rentabilidad. Es decir, o el producto ya no se vendía; o había dificultades para mantenerlo en el mercado a esos precios. O, lo que es lo mismo, las empresas no fueron capaces de adecuar su oferta a las nuevas condiciones del mercado. No se cruzaban la oferta y la demanda. Es cierto que la competencia –y más en este sector– es feroz y que es muy difícil competir con tantos nuevos agentes, tanto por la diversidad de la oferta, como por precio. Nuevos tiempos, nuevos públicos, nuevos hábitos. ¿Qué habría pasado si hubieran adaptado su oferta a la nueva realidad? Por lo visto en los tres casos, todo parece indicar que hay muchas personas –consumidores y usuarios, tanto reales como potenciales; además de antiguos empleados– que piensan que los negocios podrían haberse salvado. ¿Por qué? Porque creen que las marcas están aún vivas. Quizá malheridas, es cierto; y que tendrían que ser sometidas a un tratamiento profundo, con seguridad. Pero vivas. Vivas en el corazón de las personas, que es donde en definitiva residen las marcas.

Conclusión

¿Cuáles son las conclusiones que saco yo de esto? Que las marcas y los productos no son lo mismo, que es lo que pretendía demostrar. Y que, por esta razón, no pueden ser tratados ambos de forma idéntica; complementaria, sí; pero diferente.

Releído lo hasta ahora dicho y argumentado, acabo de darme cuenta de que de ello se llega a otra conclusión; y que quizás -al menos, para mí– es más importante que la anterior: y es que las marcas son del público, de las personas que todos los días se cruzan con ellas, las consuman, las compren o no.

Y creo que de esto deberíamos aprender unas cuantas lecciones.

La salud de tu marca

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Ignacio Muñoz

Socio Consultor en Branward®

Fotos: Shutterstock